martes, 7 de junio de 2011

Zita, la panteonera (Drama) - Bitácora 13

Zita, “La Panteonera”

Escribe: Hugo Tafur
         (peruano)             
Hacía muchos años que no retornaba al pueblo... mi primera impresión fue como si todo mis recuerdos de niño se redujeran... Sus calles eran menos largas y más angostas, sus casas no eran tan altas y las distancias más cercanas; sin embargo, en muchas paredes y fachadas antiguas el tiempo se había detenido, ahí estaban todavía verticales, conservando su blanco sucio, cribadas con pequeños orificios y rajaduras donde viven arañas y saltojos que se pasean muy orondos en horas de luz cazando insectos.

Aquí en este pueblo chiquito, denominado hoy: "Llave y Puerta del Valle Chicama", vi la luz primera, aquí  vivieron mis mayores, cuyo recuerdo viene a mí con añoranza y afecto. Aquí transcurrieron mis primeros años infantiles, tiempo en que experimenté junto a mis primos, las primeras vivencias de amor fraternal, juegos, alegrías, disciplina, tristezas y miedos. Aquí en anocheceres eternos y como sobremesa, luego de las comidas, a la luz mortecina de lámparas de kerosén, escuché de mis mayores y viejos del pueblo, cientos de relatos de misterio, brujería, “alma en pena”, “aparecidos", etc., que nos ponían nerviosos al principio, pero que luego, con una explicación racional de nuestros abuelos, nuestra alma se templaba, hasta el grado de poder internarnos tarde de la noche por un cementerio y no sentir el más absoluto miedo. Por esa época, era el pasatiempo obligado, abordar en las familias este tipo de cuentos y narraciones de gran dosis de misterio, sin embargo, manifestación oral rica de esa cultura ágrafa que guarda el pueblo chicamero, alimentada por la gente de los poblados aledaños o desde las haciendas cercanas, por experiencias vividas por peones y regadores  en la soledad de los cañaverales.  

En mi caso, confieso que siendo muy niño, me daba mucho temor las historias de brujas y aparecidos que circulaban en boca de los viejos del pueblo. Tal era mi impresión, que ni de día me atrevía a pasar frente a la casa de “doña Manuelita”, una pobre anciana, de quién se decía era una “bruja finaza”; había otras y otros, que por su desconcertante forma de vida, el populacho les atribuía la cualidad de brujos, trasponiendo su fama a los pueblos aledaños y contribuyendo a cimentar el apodo de “chicameros brujos”, mote endilgado a los de mi pueblo, según escuché de los viejos, después del aquelarre secreto que hicieron los discípulos del ocultismo en el “Cerro de las Tres Cruces”. Hecho curioso, que relato en otra crónica, denominada "El Aquelarre".

Bueno, aquella tarde de mi retorno, cuando ya el Sol se despedía, "me llené de valor" y envalentonado, dejé que mi curiosidad me llevara a la casa que me hacía estremecer cuando niño; frente a ella, la observé derruida, el paso del tiempo había cobrado su precio, la puerta principal de dos hojas, una estaba entreabierta, el techo se había desplomado al ceder las vigas formando un ángulo caprichoso y estrecho; algo me impulsó a ingresar, quizá probar para mí, que había superado mis temores de niño, quise pasar por el espacio que dejaban las vigas caídas pero…unos chillidos y batir de alas me detuvieron bruscamente haciéndome caer al suelo, este hecho circunstancial me salvó de verme envuelto en medio del torbellino de la bandada de murciélagos que molestados por mi imprudencia salieron de la oscuridad en tropel. Me puse de pie estupefacto al sentir que alguien en la penumbra caminaba inclinada hacía mí, quise salir, pero ya era tarde, ahí estaba una mujer extendiéndome la mano amigablemente: “Zita, me llamo”-me dijo- mientras me alcanzaba el pañuelo que en mi confusión perdí, soy nieta de “doña Manuelita”.

La razón de mi visita al pueblo, obedecía entre otras cosas, la de visitar las tumbas de mis ancestros, incrementadas hacía poco, por la muerte de una tía-abuela muy querida. En la primera noche de mi visita y gracias a unos familiares y antiguos pobladores que me conocieron niño, tuve una velada muy amena; con ellos, conversé de todo, recordamos hechos, narraciones, personajes y locuras mil ocurridas en el pueblo... reajusté, aclaré e incrementé mis recuerdos, mientras varios “chacchaban” coca y bebían aguardiente.

Al día siguiente, me encaminé solo al “camposanto”, encontrando la puerta de rejas cerradas por una gruesa cadena y candado. Al ver a una anciana que pasaba, la saludé y le pregunté quién podría franquearme la puerta, obteniendo por toda respuesta una mirada inquisidora… una voz de mujer, a mis espaldas dijo: ¡Yo!, di la vuelta y encontré a Zita parada detrás de las rejas, solícita abrió el candado y empujó la puerta abriendo la entrada, mientras me decía con cierto orgullo: ¡Yo, soy la panteonera! Esta afirmación me pareció increíble, siempre supuse que esta ocupación era exclusiva de hombres.

Cuando ingresé al viejo cementerio, algo me pareció distinto, ¡Sí, algo era distinto! El “camposanto” había recibido el bienestar del toque femenino. Sus callejuelas tenían frente a los nichos sembradas abundantes flores naturales multicolores, ningún “difunto” había sido olvidado… miré las flores que había llevado, y no sólo me parecieron mustias en comparación a las que cultivaba Zita… sino que no eran necesarias en un jardín tan hermoso...

Poco tiempo después de mi visita, ocurrió este hecho... Un cortejo fúnebre ingreso al cementerio entre cantos y oraciones de consuelo. Una mancha de oscuras vestimentas que revoloteaban el polvo al caminar, señalaba a los dolientes. Ya frente a la sepultura se iniciaron los ritos de despedida, muchos niños miraban absortos el dolor y llanto de sus familiares y se solidarizaban con ellos en queda tristeza. Mientras ello ocurría, un rapazuelo muy vivaz, se había apartado de la comitiva y a hurtadillas se perdió por lo callejones llenos de flores, pronto alcanzó su objetivo, era el viejo convento; ahí Zita, criaba abejas, había mucha miel y comenzó a robarla de un panal. Su inocencia y temeridad lo perdió, al descubrir un panal muy jugoso se dirigió a el sin medir el peligro, las abejas al detectar al intruso salieron a defender su territorio y atacaron al niño. El rapaz corrió cuanto pudo en busca de protección dirigiéndose al cortejo fúnebre, las abejas enfurecidas atacaron a todos los dolientes que salieron en estampida fuera del cementerio abandonando a su muerto.

En el cementerio, el drama no había terminado, muy asustado el chiquillo se había  metido en el nicho vacío en el cuál iba a ser sepultado el difunto, el cual Zita de espaldas a él lo protegía del furor de las abejas, mientras ella familiarmente trataba de tranquilizarlas, hablándoles con dulzura, llamándolas hijitas. Cuando parecía que todo estaba superándose, el aterrorizado niño salió del nicho improvisadamente, Zita, comprendió en un segundo el peligro y de un salto derribó al pequeño, cubriéndolo con su cuerpo para protegerlo... enloquecidas las abejas, volvieron a la carga, zumbando amenazadoramente atacaron el cuerpo que osaba proteger al agresor, una, mil, diez mil, la colonia entera, picó el cuerpo de su protectora hasta dejarla inerme…Zita, horas después, fallecía.

Sin el cuidado amoroso de esta mujer singular, las flores de aquel viejo cementerio se marchitaron y murieron... y con ello, la colonia de abejas que moraba en el viejo convento abandonado, sin polen ni alimento, emigraron. Hoy, es un triste camposanto gris, donde la muerte se retrata con mayor soledad.   

Chicama, 8 de setiembre de 1980
Publicada en el Diario "Ültimas Noticias" de Chimbote
Revisada para el Blogger (JAPÓN 13-20110607) Ashikaga Shi

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