domingo, 20 de noviembre de 2011

Gomerka Andorí Callí (Romance) - Bitácora 13

Gomerka Andorí Callí (*)1

Escribe: Hugo Tafur
         (peruano)
Hasta hoy me causa morriña su recuerdo. Estaba dejando la adolescencia cuando la conocí y desde entonces su impresionante belleza y singular personalidad anidaron en mi mente y corazón para nunca olvidarla; ha transcurrido el tiempo y puedo concluir, que su presencia siempre estuvo viva en mí, influyendo desde la sombra, callada, anónima y celosa; idealizada en exceso quizá, se constituyó en un parámetro inevitable con quién comparé a las mujeres que pretendía, pareciéndome ninguna lo suficiente hermosa ni virtuosa para ocupar su lugar. Su recuerdo se mantuvo vivo por años, compartiendo alegrías y tristezas.

Una tarde cuando el invierno se marchaba y la primavera llegaba, su tribu acampó levantando su "chater" (campamento) multicolor muy cerca del perímetro urbano. Más tarde, desde las coloridas tiendas salió acompañada de su "bata" (madre) rumbo a la ciudad, se movía cual cadenciosa palmera de oasis. Tenía una figura excepcional, piel canela y de espigado talle. Sus largos cabellos negros ondulados, caían sobre sus hombros como una cascada semejando un velo de novia; sus grandes ojos verdes, tenían impreso una dulce y expresiva mirada, eran como luceros reflejados en la superficie de un mar sereno…ojos felinos con profundidad de infinito. Una puerta al cielo de la dicha; su boca pequeña, delicadamente delineada por la naturaleza, tenía dibujaba una expresión perenne de luz y alegría que nunca vi ensombrecer…copa de ternura de la cual bebí con devoción sin percatarme que su sabia se impregnaría en mi alma para siempre. Pero eso fue después, aquel día, mi labor de marino reclamaba mi presencia y junto con mis compañeros me hice a la mar.

Durante toda la navegación no pude apartar su rostro de mi mente, de pie, en la proa, oteaba el horizonte tras una quimera. En nuestro rumbo nos cruzamos con juguetones delfines, un grupo de ballenas, una enorme tortuga que nadaba cansina a flor de agua, cientos de aves marinas que volaban en apretadas bandadas buscando los bancos de anchovetas para saciar su hambre…pero nada de esos avistamientos caros y hermosos en otras ocasiones, me sustrajeron de la idea fija que embargaba mi mente. Cumplida la faena y con nuestras bodegas rebosantes de pesca retornamos; acercándonos a puerto, contemplé desde el puente de la nave, las tiendas multicolores de los gitanos, pensé, en alguna de ellas debería encontrarse la bella gitana que me tenía extasiado.

Parece inevitable que los seres humanos en algunas ocasiones seamos juguetes de esa fuerza portentosa que actúa irremediablemente sobre nosotros de modo directo o adecuando acontecimientos para involucrarnos. Esa fuerza desconocida que muchos llaman destino, ha modificado para bien o para mal el futuro de muchos. En lo que a mi respecta, pareciera que esa fuerza desconocida me arrastraba para entrecruzar mi camino con Gomerka, inesperadamente, había hecho nacer en mí, un insólito e increíble sentimiento de amor, el cuál quizá nunca hubiere sido correspondido si esa misma fuerza extraña y singular, no hubiera configurado la casualidad que marcó para siempre mi vida.

Una mañana, un grupo de bellas mujeres de la tribu gitana visitaban el muelle artesanal, algunos niños gitanos venían con ellas, la algarabía era evidente; de pronto, todo cambió, gritos excitados anunciaban que algo sucedía, un pescador que lo había visto todo nos gritó a los que nos acercábamos en una “chalana” a desembarcar en el muelle: ¡Un niño, un niño, ha caído al agua! Mientras señalaba el sitio -todo fue tan rápido- miré hacia el lugar señalado y pude advertir en la confusión la manita del niño; presto, sin pensarlo me arrojé hacia él, me sumergí y lo pude ver bajo la superficie, lo tomé por la ropa y lo hice volver arriba luchando contra el vaivén de las marejadas, el niño comenzó a llorar desesperadamente -buena señal- mientras los de la “chalana” remaban para acercarse y terminar el rescate. El niño, aunque un poco maltrecho, muy asustado y muy mojado, volvió sano y salvo a los brazos de su gente, quiénes me agradecían con expresiones que en ese momento no entendía: “¡Mistó!, ¡Mistó!”; “Mistó, baribustris garapatis”; “Garapatis Adebel”. Pero ¡Oh! insondable misterio, quién lo hubiera dicho, más tarde lo supe, el niño era hermano de la joven gitana que me había turbado con su belleza, pero que ese día no estaba en el grupo que visitaba el muelle.

Después de varios días, parecía que el incidente ya se había olvidado; salvo en la plática de algunos pescadores que lo recordaban como anécdota. Sucedió un día que comprando flores, me acerqué distraído por la presencia de tres mujeres gitanas, a unas rosas que acaban de poner a la venta y al extender la mano para coger la más hermosa, sin percatarme, cogí la delicada mano de una de ellas que también la reclamaba como su elegida; tal fue mi confusión, que me sonrojé y me apresuré a pedirle disculpas…ella al mirarme dijo: “Tucue, tucue…orí” y salió presurosa de la florería, mientras las otras dos gitanas me miraban con cierta simpatía y amabilidad.

Yo iba abandonar el lugar sin comprar las flores, temía haberla ofendido y quería evitar una confrontación; cuando se apareció nuevamente la joven gitana acompañado de un caballero gitano y una chica bellísima, que no era otra que Gomerka. El gitano, me extendió su mano y estrechó la mía con mucha afabilidad, agradeciéndome en perfecto español, por haber salvado la vida de su hijo. La joven gitana a la cual agarré la mano, había estado en el muelle y era ella quién había llevado al niño que salvamos de ahogarse. Ella a su vez, era prima del niño y de Gomerka, y al reconocerme en la florería salió presurosa en busca del jefe de la tribu, que era el caballero gitano que me saludó efusivamente, padre (“bato”) de Gomerka. Según me refirió, hacía días, que me buscaba, incluso habían ido al muelle, a tratar de contactarse conmigo. Tras su saludo, el jefe de la tribu me invitó a visitarlo en su campamento para ese fin de semana, día que se celebraría un matrimonio. Yo muy honrado, se lo agradecí y le aseguré mi presencia. Al despedirnos, Gomerka y yo, intercambiamos una mirada evidente de mutua simpatía y admiración.

Ni que decirlo, aquella noche, gracias a la deferencia del jefe fui un invitado de honor de la tribu. Era un “Gaché”, es decir, un individuo no gitano, que tenía el privilegio de presenciar en vivo y en  directo las costumbres ancestrales del pueblo gitano y disfrutar de su amistad. La ceremonia del matrimonio se cumplió en la más estricta tradición y solemne costumbre, incluido el testimonio del pañuelo manchado. Luego la felicidad del novio fue acompañada por los hombres de la etnia que pulsaron guitarras y una especie de mandolina, cantando con mucha alegría y las mujeres solteras primero, bailando con mucha sensualidad; sin embargo, ¡Oh, delicia! Esa noche, no tuve ojos más que para Gomerka, cuyos ojos brillabann con intensidad, cuando en compensación a sus atenciones recité “El duelo del mayoral”, con el acompañamiento de la guitarra de Edorta, un gitano joven con quién trabé gran amistad.

En respuesta, Gomerka, violín en vano, interpretó lindas canciones de amor…mientras me miraba con dulzura. Apenas tuve oportunidad, me acerqué y le hice saber que sus canciones eran lindas, pero que su belleza no tenía parangón. Aquella noche, el jefe de la tribu, me otorgó la condición de amigo y el permiso de visitarlos cuando quisiera. Edorta y un mocito gitano me acompañaron de retorno a casa, en el camino me contaron que hablaban  el dialecto Caló, derivado de la lengua Romanó, una de las lenguas más antiguas del mundo; sin embargo, también hablaban castellano, el que aprendían por la obligatoriedad establecida por ley, de que el Pueblo Gitano dentro del territorio español debe expresarse  solo en este idioma. Obligación que me pareció injusta, intolerante y represiva, atentatoria contra la cultura, costumbres y tradición del Pueblo Gitano.

Amigo ya de la tribu, tres días después visité el campamento, acercándome con cualquier excusa a Gomerka, quién se sentía complacida con mi presencia e inteligentemente decidió por un pretexto que nos permitiría conversar y estar a solas, cogió unos cubos y camino por los viejos sauces nos fuimos a recoger agua. En el camino, sus ojos me transmitieron un mensaje de esperanza, que ya a solas, se confirmó como amor. Desde  aquel día, no amábamos con intensidad, como si fuera el último día de nuestro amor imposible, ella lo sabía y me lo advirtió; sin embargo, lo mantenía, lo alentaba y le rendía culto a nuestro “camelar” (amor), haciéndonos olvidar que por nuestra raza, costumbre, tradición y leyes gitanas, esta magia que vivíamos se disiparía como niebla cuando llega el día…y que esta dicha y felicidad, sería efímera...salvo a costa de mucho dolor y desprecio.

Un día en que las labores marinas me retuvieron más de lo acostumbrado, ocurrió lo que me dejó esa huella indeleble de su amor imposible. Desde el puente de la nave no pude ver el multicolor campamento -me parecía alucinar- desembarqué presuroso  y fui hasta el lugar donde se asentaban las carpas, mi tristeza se mezcló con los vestigios que quedan al levantarlas; cavilaba en mi dolor que actitud asumir, me sentía abandonado pese que de antemano sabía que lo nuestro no podría ser… Las lágrimas pugnaban por expresar mi estado de orfandad, estaba aturdido…y confuso.

De pronto, sentí que un coche aminoraba su velocidad e ingresaba al lugar en que me encontraba tratando de ordenar mis ideas, se detuvo junto a mí y de el bajó Edorta, mi amigo, y Naroa, la prima de Gomerka, quiénes a instancias de ella, portaban su adiós…me entregaron un lindo pañuelo (“pichó”), una rosa roja, muy hermosa (“cagiñí”) y una nota escrita con mano temblorosa que aún conservo y en la cual se lee: “Amor mío: Entiendo el dolor que te causo, porque yo misma lo estoy viviendo; sin embargo, no me queda otra alternativa que marcharme con los míos. Hemos sido conminados a abandonar el país, so pena de ser encarcelados, por considerar que tenemos costumbres y comportamientos inmorales que solo existen en sus mentes calenturientas, intolerantes y represivas. Para nosotros, vivir en este mundo nos resulta harto difícil, pues se nos segrega, se nos discrimina y se nos pretende desaparecer como Pueblo; por ello, conservamos nuestra unidad a prueba de todo estemos donde estemos. Te ruego, no intentes seguirme. Volveré, te lo prometo, con la muerte del invierno y la llegada de la primavera. Te adoro, Gomerka”…Edorta y Naroa, se negaron a darme la ruta que seguirían, más bien me recomendaron: “No la sigas. Le harías mucho daño. Espéralo”.

Desde entonces, pasaron varias primaveras esperando que retorne la “andori callí”. Nunca más supe de ella.

(*)1.- Dialecto Caló: “Andorí Callí”, golondrina gitana

Chimbote, 30 de setiembre de 1967
Publicada en el Diario "Últimas Noticias" de Chimbote
Revisada para el blogger (JAPÓN 36-20111120) Tochigi Ken

sábado, 19 de noviembre de 2011

LA CÉFIRA (Relatos del mar) - Bitácora 13

Mi primera esperiencia en el mar
La Céfira

Escribe: Hugo Tafur
       (peruano)
Tanto insistí con mi amigo "Luchito" Fiestas Lamas, motorista de la lancha “Ana”, que no quedó más remedio que rogarle a don Lucio Chávez, patrón de la pequeña embarcación de madera “La Céfira”, que me sacara a pescar por unos días; mientras, veríamos en la Compañía Pesquera “Santa Martha”, con quién embarcarme. Por entonces, si bien tenía buena talla y buen físico, cronológicamente era muy joven para las faenas pesqueras, era difícil me aceptaran como tripulante de una embarcación, salvo, claro está,  que encontrara un capitán buena gente, que quisiera aceptar el riesgo. La casualidad me había llevado precisamente a ese tipo de persona, don Lucio Chávez, un hombre de gran corazón, padre de familia, quedó impresionado por la seguridad y convicción con que me expresaba; según me refirió años después, me embarcó “por unos días” a pesar que su tripulación estaba completa y era experimentada... ellos solidarios, aceptaron mi presencia sin protestar.

Había llegado la hora de la verdad... tendría que mostrar lo que había aprendido en horas de “clases” intensivas, dictadas por  mis amigos: Luis Fiestas Lamas, Augusto Valdivia y “El Gordito” Domingo, a bordo de sus embarcaciones, en el fondeadero de “La Caleta”, iba a dar examen sobre lo que sabía. Se me había enseñado teoría y práctica del arte de la pesca, se me ejercitó haciendo nudos marinos, empates con cabos de nylon y cable de acero, cuadrar red, tejer mallas y remar… sabía nadar ¿Cuánto quedó del esfuerzo?.. se pondría en evidencia en esta salida. Gracias a Dios, puse mucha atención e interés, junto a una actitud humilde para aprender, me sentía preparado para afrontar el examen... no les fallaría a "mis maestros". Aquel fin de semana, cuando retorné de mi primera experiencia marina, ellos, luego de converzar con don Lucio Chávez, comentaban bromeándome: “Salió aumentado y corregido”, “Tiene alma de “Capi”. Pronto quedaría confirmada esa apreciación, tenía quince años con cinco meses de edad cuando se dieron estas vivencias... el dinero para ayudar a mi familia y seguir estudiando se hacía posible...
     
Bamboleándose a capricho del viento y las ondas marinas, en la penumbra del amanecer, la pequeña embarcación de madera abandonó la rada a toda máquina, por la "Bocana Chica" de la bahía “El Ferrol”. En su ir y venir las colosales marejadas chocaban con estruendo en la mole de la isla, luego al retirarse dejaban al descubierto la base rocosa sumergida de la "Isla Blanca”, donde adheridos se veían grandes mariscos y cientos de cangrejos  tragones; era su hábitat y les debía saber delicioso el festín a los crustáceos. La tripulación habituada a ese vaivén, ni se inmutaban con los bandazos y remesones que daba “La Céfira”. La pequeña nave era elevada como juguete por las marejadas, y luego dejada caer violentamente contra la maza de agua, produciendo al estrellarse su casco con el mar, un chasquido que además arrojaba agua por babor y estribor.
 
Poco después de dejar el puerto y las islas, el capitán vino y me preguntó si me sentía bien; sucedía, que él responsablemente, estaba teniendo en cuenta mi condición de novato, que en la mayoría de casos es una experiencia bastante traumática, pues se sufre de mareos y nauseas, condición que no me tocó vivir, ya que previamente, como entrenamiento, había salido a lavar boliche con "mis instructores". Poco después, la pequeña embarcación, enrumbó hacia fuera, donde sentí que la furia del viento amainó, lo que dio motivo a una condición de mar serena, sin marejadas, con buena perspectiva de pesca. La guardia precavida, arregló con anticipación la maniobra, cabos, anillas y cabecero, fueron chequeados escrupulosamente, nada debe fallar a la hora que se mande arrear; finalmente, con gran oficio, adujaron en la borda de popa la gareta y la tira atada a la boya-señal, trabajada como una corona con una docena de corchos de boliche.

A esa hora del amanecer, el sol matinal se empina sobre la cresta de los andes ancashinos, diluyendo con sus rayos las brocadas gasas de húmeda neblina, que desde siempre, envuelven la bahía de Chimbote. Las aves marinas de las islas aledañas, habían abandonado muy de madrugada sus nidales y en raudo vuelo, seguían a la lanchada flanqueándolas, era una bandada de miles de guanays, pelícanos, piqueros, albatros, zarcillos, potolluncos, aceiteritos, pardelas, etc., todas  siguiendo su instinto, nos acompañaban... para todas, habría alimento en la rica y generosa fosa del mar chimbotano, que contenía suficiente cantidad y variedad de pescado para alimentar a hombres, animales y aves, que pululaban en sus riberas y en sus islas...

Lobos golosos se metían en la bahía y después de bucear un poco salían a la superficie disfrutando un enorme lenguado; mientras, un poco más allá de la bocana, bellos y acrobáticos delfines, ponían a prueba su pericia y dominio del mar, haciendo casi a flor de agua, mil piruetas a gran velocidad, parecían retar en velocidad a la veloz embarcación “La Céfira”, que conducida a toda máquina por la experta mano de su patrón don Lucio Chávez, se desplazaba señorial sobre el Océano Pacífico, siguiendo la lanchada que señalaba el rumbo. A fines de la década del 50, no existían radar, sonar, navegador por satélite, para embarcaciones pesqueras, menos, para naves tan pequeñas como  “La Céfira”, que sólo contaba con un compás incipiente, para orientarse en el mar. Todo se confiaba a la experiencia e intuición del patrón; esa “Cancha”, que con el tiempo adquiere el pescador dándole características de lobo marino, le permite otear la presencia de pescado, hasta en la brisa marina; precisamente, en ese momento, la lanchada ya había encontrado al plateado cardumen, en ancha fila india, las aves marinas se dirigían en una sola dirección fuera de la “Cola del Santa”... ¡Sí, allí estaba la pesca!

Pronto se divisó a la lanchada calada, todas las embarcaciones llegaban y arreaban, “el morado” estaba quieto, inmóvil, “atontado” por el sinnúmero de cercos que caían uno tras otro y le impedían el paso. “La Céfira” no fue menos ¡Listos!...gritó el patrón en el puente, mientras cuadraba la embarcación, según las indicaciones que le hacía “el proero”, quién con la diestra en alto señalaba la dirección en que corría la pesca… "¡Gorgorada, como mierda!" dijo el viejo Bayón. Cuando don Lucio, gritó: ¡Arrea!.. ¡Arrea, carajo!.. Boya, tira, cabecero y gareta, fueron arrojadas por la popa de la lancha, mientras el capitán comenzó a dibujar su cerco imprimiendo máquina, una figura en círculo, buena cala fue el resultado. No llegábamos a la boya y la anchoveta ya saltaba en el corcho... los pescadores no cabían en su entusiasmo y golpeaban la borda con furia, para aturdir el pescado que luchaba por escapar. 

Rápidamente, con destreza, usando un gancho adosado a una vara de eucalipto, fue recogida la boya por la proa, se desataron los jibilais y fueron pasados por las pastecas respectivas, colgadas en “La Burra”. El winche crujía al recoger la gareta, la bolsa ya estaba formada y al cardumen no le quedaba más remedio que nadar en la gran pecera que le habían construido... ¡Corten, corten!... ordenó el patrón desde el puente. Tan rápido como se podía, cogieron el cabo de corte y lo llevaron al tambor de popa, luego fijaron con una retenida en la bita de proa al cabecero y “moño” al centro comenzamos a secar la bolsa... primero a pulso y luego con el “sencillo”, que  subía y bajaba diestramente, al grito de ...¡Lleva!... ¡Arrea! del “moñero” y el “estrobador”. El “winchero”, muy ágil y diestro seguía la maniobra, pese a que con el cabo del sencillo se quemaba las manos, el cuál, con la fricción en el tambor de metal recalentaba despidiendo humo y vapor, temperatura que era aplacada  con agua fría del mar.
   
Finalmente, una gran retenida, daba por terminada la maniobra del secado. Por fin el pescado dejó de “pelear” en busca de su libertad, miles y miles de anchovetas plateadas, aparecieron casi inertes en sus últimos estertores haciendo una gran convulsión en la bolsa, que se bamboleaba al compás de las marejadas  a un costado de la embarcación.  Era cuestión de mantener la lancha popa a la mar, para envasar con tranquilidad, lo que se lograba con un enorme remo atado en la popa de la nave. Los gritos de ¡Lleva! ... ¡Arrea!, se seguirían escuchando como voces directoras en el momento de envasar, el “Chinguillo” era metido con mucha destreza a la bolsa de peces y levantado con el gancho del “sencillo” al compás de las marejadas, hasta la escotilla de la bodega, donde se afloja la prensilla y caía el pescado; una persona va controlando que la carga se efectúe sin comprometer la estabilidad de la embarcación, es decir, no se escore, para ello, mueve la tapas de la bodega de babor y estribor, así hasta terminar de cargar. Terminada la maniobra del envasado, se suelta las amarras y se levanta “el cabecero” del boliche, luego lentamente para comprobar la estabilidad y se acomode la carga en la bodega la embarcación es movida lentamente, finalmente, a toda máquina, emprende el retorno a puerto.

Fue así como tuve mi bautizo en las labores del mar, a bordo de esa pequeña embarcación de madera, “La Céfira”, cuyo nombre le fue puesto posiblemente, para recordar al más benigno de los vientos, representado por el dios griego del viento oeste, Céfiro. Gracias, también, a la bondad y apoyo de un gran “lobo de mar”, don Lucio Chávez, que hoy en día, pasados los años, me honra con su amistad.

Horas después, avistamos la caleta de Coishco y los grandes colosos guardianes de nuestro querido Chimbote: El Cerro Chimbote, (años después, lo han denominado como Cerro de la Juventud), La Isla Blanca, Los Ferroles y el Cerro “El Dorado”…la pequeña embarcación, cargada de peces y esperanzas, dibujó su silueta triunfal en la “Bocana Grande”, llevando a bordo a un grupo de esforzados y corajudos pescadores y un imberbe jovencito, que unido a ellos, soñaba con un futuro mejor.

Chimbote, 25 de marzo de 1962
Revisada para el blogger (JAPÓN - 35-20111119) Tochigi Ken