viernes, 2 de diciembre de 2011

En la huella del "Sullka" - Bitácora 13


César Abraham Vallejo Mendoza, el gran
vate liberteño (Foto internet)

En la huella del “Sullka”

Escribe: Hugo Tafur
      (peruano)
Siendo alumno de Primaria en la Escuela Fiscal Nº 257 de Chicama, mi "Pueblo Chiquito", me rebelé precoz "escribidor". Una composición por el día de la madre: “Madre, estoy buscando bellas palabras, que sean límpidas como gotas de rocío en pétalos de frescas rosas; quisiera que ellas, tuvieran el dulce acento del canto del ruiseñor y que al elevarse al cielo cual blancas palomas, se posaran ante el trono de Dios, para agradecerle en oración queda, por haberme dado una madre tan buena  como tú” (fragmento)...; y una poesía al General José de San Martín, recitada en ceremonia pública por 28 de Julio, bastó para saltar a la fama en la población escolar de mi vieja escuela: ¡Oh general San Martín! / Cuando los andes cruzaste / ibas dispuesto a morir / o regresabas triunfante / ¡Libertad, era tu emblema! /¡Libertad, eran tus leyes! / y brindándote llegaste / a Lima de los virreyes./ Eres grande entre los grandes /¡Oh inmortal Libertador! / Tu recuerdo esta enclavado / del Perú en el corazón. / Ahora duermes en tu tumba,/ cuál en un paño funeral / Tranquilo duerme/ ¡Oh valiente general!

Se comentaba entre parientes y amigos de la familia, que era “un niño revejido”, sobre todo, porque a una edad tan temprana, leía, escribía y a veces... opinaba; sin embargo, esta precocidad, no me hizo el mejor alumno de mi clase, algo me inducía a observar un perfil bajo y de rechazo a los castigos físicos que eran objeto los alumnos; eso sí, tan rápido como mi aprendizaje, leía en casa con mucho interés las obras literarias que abuela Rosita y mamá María Francisca ponían en mis manos. Simultáneo a mi cariño por la literatura, comencé a desarrollar animadversión por las matemáticas, quizá por el método traumático con que las enseñaba nuestro profesor de aula, quién nos formaba en círculo, mirándonos unos a otros y caminando por nuestro entorno formulaba sus preguntas, azotando nuestras posaderas si no sabíamos o nos equivocábamos en la respuesta. Los fustazos a mis compañeros me dolían tanto como si me los dieran a mí... Allí creo, nació mi rebeldía contra los abusadores.

Sobre mi “alma mater”, mi querida escuela, recuerdo su estructura de adobe, madera y caña brava, levantada junto al ambiente donde funcionaba la  Municipalidad Distrital de Chicama, con la cual compartía en diseño único, un “hall” de ingreso con puertas independientes de dos hojas y decorada la fachada por una gran ventana con barrotes de hierro tipo colonial, además de tres columnas ornamentales de madera, adosadas convenientemente para sostener el alero de madera que techaba el área mencionada. En la parte externa y alta del techo con vista a la calle, un escudo en alto relieve sobre un panel de madera y un asta para la bandera coronaba el edificio de un solo piso que albergaba nuestro centro educativo, en la arteria principal del pueblo.

El escenario donde funcionaba, existe hasta ahora, sin embargo ya no se usa para el mismo fin. De esa época tengo vivos recuerdos, sobre todo, de mis compañeros de aula y de quiénes identificada mi vocación y amor por las letras, me alentaban a seguir tras esa pasión. Fue el profesor José Ulises Ciudad Ponce, amigo de mi padre y mis abuelos, quién contribuyó  con sus conocimientos y recomendaciones pedagógicas para que aprendiera a leer y escribir tan niño, pocos años después, fui su alumno, y en ese lapso siempre recibí su apoyo, ayudándome con mucha paciencia a pulir mi lectura, mi expresión oral, mi ortografía, etc.; lo que motivó mi aprecio, respeto y gratitud eterna.


Hugo Tafur (Foto internet)
En esa época, el señor Ciudad Ponce, cumplía la doble función de maestro de aula y director de escuela. Hoy, una calle del pueblo lleva su nombre, perennizando así con justicia la labor de este gran educador, cuya actuación docente quedó grabada en el corazón de varias generaciones de chicameros, que gratos lo apodaron “El apóstol de La Libertad”. Cuando alumno de Primaria, el plantel docente que compartía la responsabilidad de la educación de los chicameros, era el siguiente: Profesor Julio Hinostroza, que recuerdo,  estudiaba Derecho en la Universidad Nacional de Trujillo UNT; profesor Santos Flores Ulloa; profesora Lidia Bocanegra y el profesor Diógenes Saavedra Vásquez, que estudiaba medicina en UNT; este último, autor de la letra y música del “Himno a la Escuela 257”, que cantábamos en formación diaria después del Himno Nacional del Perú,  a la hora de ingreso: “A ti venimos luz de Chicama,/ a ti venimos con el corazón / a ti venimos con toda el alma / porque queremos un Perú mejor. / Por  ti aprendemos lindas lecciones / que dan al hombre mayor poder, / por ti sabemos lo que tenemos: / Agua, tierra, aire, cielo y sol” (fragmento).
                                  
Por entonces, pasaba mucho tiempo en el hogar de mis abuelos maternos, abuela Rosita cuidaba de mí con mucho esmero y cariño, evidentemente estaba orgullosa del nieto. Ella atribuía mi precocidad a herencia familiar suya. Era el tiempo, que me encantaba visitar la huerta de mis tíos José Ferrer y tía Teresita, hermana de mi padre, quiénes nos permitían jugar con mis primos Segundo, Nelly y Tomás, con toda libertad por toda el área de su propiedad, aunque mi pasa tiempo favorito por entonces era “jugar a la escuelita”, en casa de mi tía Matutina, junto a mis primos: Nilda, Haydée, Rosa Evelia y José Ramón, bajo la complaciente mirada de mis primos mayores Yolanda, Román y Emperatriz, con todos ellos, desarrollé una entrañable amistad y afecto, que se prolonga hasta ahora. Mi padre por esa época, era muy joven y trabajaba mucho para construir su hogar, pero se daba tiempo, para pasar rato y jugar con el primogénito. Mi madre, pese a su inexperiencia y juventud, encontró la rutina práctica y útil que me convenía, jugando, me enseñaba a memorizar y recitar pequeñas poesías.

Fue en los primeros años de la década del sesenta (1952), cuando nuestra familia tan unida en mi pueblo sufre los embates de la separación familiar. Mi abuela Rosita, advierte que en el puerto de Chimbote, se iba configurando el milagro pesquero con un futuro expectante, así que decide, tras consultarlo con mi abuelo, emigrar al puerto en busca de mejores oportunidades. Este transplante me conmociona y trastoca mi amor por la literatura, era un párvulo, y sentía profunda tristeza alejarme de la familia y de mi pueblo... hacía poco tiempo, que tía Matutina y mis primos, compañeros de juegos y travesuras se habían marchado a vivir a la capital, en busca de mejores horizontes; con la misma expectativa, mis mayores decidieron nuestro traslado al puerto de Chimbote. Así, un día de setiembre, emigramos en busca de nuestro futuro. 

Realmente, el puerto no me era desconocido totalmente, mis abuelos tenían la representación de ventas de aguas gaseosas “Luz” de Chepén y en ocasiones, me habían llevado de paseo... nuevas amistades y una nueva escuela, eran parte de mis nuevas vivencias. En la “Gloriosa 329”, cuyo director era don Roosevelt Menacho Duque, me adapté rápidamente, participaba activamente en cuanta actuación cívica se celebraba y en cuanto concurso escolar se convocara; sin embargo, había dado de manos mi vocación literaria, en el fondo de mi alma la tristeza del cambio  no dejaba margen para la inspiración; lo que si seguía haciendo, con mucha avidez, era leer -sobre todo- cuando encontré donde aprovisionarme de literatura a precios económicos, como era el puesto de don Juan Chiri, en la paradita de Alfonso Ugarte; la librería "Gadea", en la cuarta cuadra del jirón Bolognesi; la librería "Luz", en la quinta cuadra de jirón Leoncio Prado y la librería de don "Luchito" Gamboa, en el centro, en la quinta cuadra de Bolognesi.

En la adolescencia, hasta alcanzar la juventud, no varió mucho mi actitud con respecto a la literatura y aunque de vez en cuando escribía, obstinado llenaba mis horas coleccionando y adquiriendo libros, música y poesía, producto de la independencia temprana que me permitía solvencia económica, al haber optado  por embarcarme y trabajar en el mar; sin embargo, terco escapaba de mi vocación literaria constituyéndome en un eterno fugitivo, discrepando con la idea de ser constante y permitir que esa pasión nacida conmigo plasmara lo que mi ardorosa creatividad e inspiración me dictaba, toda mi veleidad juvenil, nunca apagó ese gran amor enraizado en mi alma, herencia de mi raza y mis mayores. Cuanta razón tenía abuela Rosita, estaba en mis genes no había manera de arrancarlo.

La necesidad de trabajar para pagarme los  estudios y apoyar económicamente a mi familia, fue otra excusa que puso distancia con esa mujer que me apasionaba. Esa mujer de mirada electrizante, cuyos ojos fulgurantes como llamas ardientes, me hechizaba y seducía… Era como el fuego inextinguible que vislumbró Moisés sobre la zarza del Monte Horeb; llamado sensual de esa mujer, cuyo eco una vez más evadí sólo por darme una razón forzada... además había caído en la redes del amor juvenil y sólo tenía ojos y tiempo para ella. Pero tantas veces fui cruel y desdeñoso con mi vocación, figurada mujer y amante que sus lágrimas por mi displicencia me alcanzaron... una tormenta sentimental azotó mi mundo juvenil, haciéndome ingresar a una época glacial que congeló mi lira, mi mente y mi corazón. Hice mutis, y me retiré a mis cuarteles de invierno, tenía que serenar mi alma y curar heridas, dedicándome a fagocitar literatura, mientras olvidaba la decepción infligida por el amor romántico. Obras exquisitas sedaron mi dolor. Obras producidas por esa minoría de soñadores cautivados por la vocación de escribir, obras deliciosas a las que hice los honores correspondientes.

Más mi actitud desdeñosa con mi vocación, pronto capitularía, dejé de fugar y ante su canto misterioso mi indiferencia se hizo pedazos, como los muros de Jericó, cayeron ante el llamado imperativo de las trompetas del alma. Había que plasmar la decepción y la tristeza, antes de que el dolor desdibujara en una abstrata pintura mi razón y lucidez; casi de rodillas, fui a postrarme ante el altar de la inspiración... ahí ante la evidencia, concluí que quiénes traemos en la sangre los genes de esa pasión misteriosa, que es la vocación de escribir, jamás lo abandonamos realmente, su hechizo es superior al encanto producido por las sirenas de Cilento, que tentaron a Ulises en su viaje de retorno a Ítaca, en busca de los brazos de Penélope. Convencido, que en el ejercicio de su amor estaba implicada mi propia existencia y mi alegría de vivir… Caí rendido en los brazos de esa mujer... la Literatura.

Completado el axioma y rendido, dejé que fluya la inspiración desde los vericuetos del alma, de donde emanan los arroyos cristalinos del amor y la fantasía, que en la cima de la locura creativa nos hace sentirnos dios. El amor había triunfado, la vocación que traía en la sangre podía alumbrar los hijos literarios que en el ejercicio íntimo del silencio concibiera, junto a duro trabajo y disciplina. Feliz y fascinado, comencé a sembrar para el mañana. Tenía que sacudirme de esa frustración dolorosa del amor juvenil y de pasar por la vida sin dejar huella. Por fin, era dueño de mi destino.

Desde entonces, muchas horas he dedicado a esta pasión. Muchas horas amando a esa mujer que cada día me cautiva y me seduce más. El ejercicio de esta locura de amor por la literatura, me torna inmensamente feliz. Pierdo la noción del tiempo, cuando transido e inspirado, plasmo con los pinceles y paletas del alma una crónica o un poema, cuyos colores arranco del arco iris de nuestro bello idioma... sintiéndome realizado como padre literario ¿Pero de dónde me viene ese amor entrañable por las letras?

Cuando niño, en reiteradas oportunidades escuché expresar a mi abuela materna, doña Rosa Mendoza González, natural de Santiago de Chuco, descendiente del tronco genealógico de los Mendoza de esa tierra, su convicción de que la facilidad con que aprendí a leer y escribir y mi amor por la literatura, era herencia genética de su raza, cuyos familiares eran muy inteligentes "sobre todo el “Sullka”, decía, hijo de la tía María, a quién según mi mamita, le gustaba leer y escribir desde niño"… ¿Y quién era el “Sullka”? Años después lo supe, se refería al vate santiaguino, César Abraham Vallejo Mendoza. Cierta o no esta relación, por que nunca verifiqué esta ascendencia familiar, es un honor transitar en la huella del "Sullka".

Chimbote, 30 de abril de 1967
Archivo BITACORA 13 (20.07.72) Restaurada después del terremoto
Revisada para el blogg (JAPÓN 37-20111202) Tochigi Ken